He aquí la historia de
un hombre que tenía la más intima inquietud por ser un escritor
como lo fuese el gran Cervantes o el sufrido Dostoievski. Mirósele
estudiar con ahínco la filología y los escritos académicos de
estos dos autores, mirósele estudiar a fondo la técnica de la
escritura en la mejor universidad inglesa. Mirósele de profesor de
filología, movió cielo mar y tierra. Hasta que descubrió que no
era suya la decisión de ser para la gloria. Que los grandes tenían
-y eran- un don, y uno grande. Los libros y su trabajo honesto le
ayudaron a ver esto. Y ya en la dulce vejez, fruto de un esforzado
trabajo de la más alta potencia humana, se le vió escribir los
versos más bellos, ya no a la gloria, sino a su mujer, que una vez
muerta, intercedió ante el Sublime por el don para su marido; [ella
le acompaño en la vida en su sufrida persecusión del don, y supo
-porque le quiso bien-que ese anhelo íntimo no era vanagloria sino
constitutivo de su alma].
Los poemas más bellos que escribió este
viejo profesor, nunca fueron publicados. Fueron exhumados en un
delirio de amor, en un arrebato de éxtasis, en el funeral de su
señora esposa.