mayo 12, 2010
mayo 10, 2010
Los olvidados
Violentado, Federico se despidió de la recepcionista con una sonrisa ajena. El sonido de sus zapatillas al rozar el mármol, el olor a formoles, los abuelos bondadosos y los niños con anginas, suscitaban en Federico cierta noción de higiene y decoro. Él se sabía ajeno a todo esto. No era ya una persona respetable, digna de participar en la dinámica de la gente correcta. No quiso mirar aquel niño que jugaba con su padre a la salida del hospital, le dio miedo mancharlo. Abstraído, desplegó el papelito amarillento y arrugado que llevaba en el bolsillo. Volvió a leer incrédulo la palabra maldita: ‘seropositivo’. Había entrado a aquel hospital para donar vida, salió convencido de que su vida no podía entregársela a nadie. Su sangre estaba infectada.
Predicar que el sida es un castigo de
Despreciado por Dios, murió sin consuelo.
Dos días después de su verdadera muerte su cuerpo dejo de funcionar. Lo transportaron en un féretro muy elegante y grande. Era un día lluvioso y frío. Más que solemne el funeral fue penoso. La clase alta hizo de la escandalosa muerte de Federico un evento social. Las mujeres escogieron cuidadosamente sus zapatos para asistir al funeral y los hombres las acompañaron como las acompañan los domingos al cine.
Al día siguiente en su despacho don Federico estuvo a punto de sentir compasión por su hijo mayor. Había contemplado todo sin, aparentemente, inmutarse. Sin embargo estaba demasiado aferrado a su metal brillante como para dejar de vender plásticos infalibles. Encontró una manera de engañarse. Eso sí, desde ese día, evitaba a toda costa encarar la cifra maldita. No quería que por ningún motivo le recordaran ese 10 por ciento destinado a sacrificarse por el bien de la empresa. Ese 10 por ciento al que el plástico no le será milagroso, y que quizá muera igual que su hijo Federico.