octubre 29, 2010

La tragedia de la belleza inasequible

“Yo soy aquel para quién están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos” (I,20)


Al aproximarse a la novela de Cervantes uno encuentra una veta inagotable de inspiración, se siente  como un niño que va por primera vez a un zoológico, o como la primera vez que entiende porqué los hombres se han admirado siempre del cielo estrellado. La mayor dificultad que encuentra uno al intentar expresar esa maraña de ideas cervantinas es no abarcarlo todo. Se siente la necesidad de poner al lector delante de la belleza que irradian las gestas del Caballero de la Triste Figura, pero como resulta imposible hacer esto, se vuelve entonces imposible deshacerse de cierto sentimiento de profanación. Quizá lo más difícil al hablar de la novela de Cervantes es centrarse en uno solo de sus aspectos,  habría que tomar la maraña cervantina y desmenuzarla, recortar y pegar trozos de aquel “rastrillado, torcido y aspado hilo”[1] e intentar mostrar un aspecto nítido de toda la realidad que en realidad muestra el Quijote. 
Precisamente esto es lo que intento hacer con este texto. Me conformo con mostrar el aspecto que me resultó más inspirador de todos los de la novela. Ante todo pretendo apuntar con mi acotación a uno de los lugares donde se encuentra la belleza en este libro; me gustaría ofrecer un nuevo punto de vista desde el que acercarse a la obra, de manera que, antes de entrar en contacto con ella, no se tuviera la imagen preconcebida de unos protagonistas desagradables, más bien, me gustaría que se viera en Don Quijote una fuente de inspiración, que se tome consciencia de su complejidad nostálgica, del drama humano que encarnan el manchego y su escudero.
Sin lugar a dudas la filosofía puede resultar en ocasiones tediosa, aún peor, dirían algunos, “abstracta”. Temo decir, quizá con demasiada franqueza, que esta acotación del Quijote tiene mucho de filosófica, pero quisiera apresurarme a decir también que no pretende ser una filosofía erudita, de razonamientos estrictos y palabras insólitas; más bien la filosofía que se pretende aquí busca ser balbuceante, una filosofía que nace de la admiración e intenta señalar aquello que la despertó. A la realidad no le hace falta demostrarla, porque ya está donde está, más bien hay que mostrarla intentando confundir las cosas lo menos posible. El mejor modo de hacer esto, según mi parecer, es a través de la magnanimidad. En nuestra época la magnanimidad es una realidad que resulta extraña por su escasez, pero pienso que es una de las virtudes más bellas que se pueden desarrollar en esta vida. También pienso que El Quijote es el libro en donde mejor aparece plasmada. Por eso, en pocas palabras, quisiera hacer una extracción de la novela y mostrar qué es la magnanimidad.
Cuando las palabras no van acompañadas de acciones reales y concretas estas se vuelven vacías. Podría empezar aquí citando directamente a algún ilustre filósofo para que me ayudase a disertar con elocuencia sobre la magnanimidad, pero, ¿de qué serviría esto si no se ve qué es la magnanimidad? Quizá resulte mejor esbozar un perfil. Imaginemos un hombre que se sabe nacido para cosas grandes, y que se fuerza a sí mismo a ser valiente, a no detenerse en lo que los demás juzgan imposible. Imaginémoslo esforzándose mirando hacia el futuro mientras los demás lo injurian. Le llamarán soberbio, soñador, y en muchas ocasiones, loco. Podría ser perfectamente un joven de veintiún años que estudia como dirigir ejércitos, o un hijo de campesino que intenta ir a alguna universidad prestigiosa. Hablo de esa gente que se reúne en bares para discutir cómo cambiar el mundo, esa gente que proyecta revoluciones y organiza conferencias y que vive siempre por encima de sus posibilidades. Para hacerlo más sencillo, concretemos un poco más el boceto: Alejandro Magno.
Cualquier persona que haya leído una biografía suya no puede sino admirarse de la grandeza de su vida, él solo conquistó todo el mundo conocido en su época. Pero no es la magnitud de sus conquistas lo que lo hizo grande, sino el modo en el que lo hizo, la manera de tratar a sus enemigos y su actitud ante las victorias. Toda su vida, y espero que poco a poco se vaya entendiendo intuitivamente, estuvo impregnada de magnanimidad. La grandeza de Alejandro está sin duda en deuda con su maestro Aristóteles. Muchas veces se habla de esta relación entre el Estagirita y el Magno pero pocas se profundiza en ella. Posiblemente una de las más grandes lecciones que dio Aristóteles al joven Alejandro fue la lección sobre las virtudes, de modo que quizá convenga escuchar un poco al maestro: En “Ética a Nicómaco”, Aristóteles describe brevemente en que consiste la virtud tratada: “La magnanimidad, incluso por el nombre, parece que tiene que ver con cosas grandes”[2]. Una persona que no realiza cosas grandes no se adhiere a lo que buscamos. Porque “es magnánimo el que se considera a sí mismo merecedor de grandes cosas, siéndolo”[3]. Llegados a este punto, no podemos retrasar más el momento de volver la mirada hacia don Quijote. Sin lugar a dudas, el Caballero de la Triste Figura es un personaje que aspira a los más altos honores, como se pone de manifiesto en el capítulo XX, en el que don Quijote confiesa a Sancho la magnitud de sus ideales:
“Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro(…) Yo soy aquel para quién están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la tabla redonda…”[4]
Y este no es el único ejemplo de altas aspiraciones en el héroe manchego. Toda la obra de Cervantes, como bien fácil es comprobar, se encuentra provista de numerosas ocasiones en las que se desvelan las grandes metas del hidalgo. Frases como: “sábete, amigo Sancho-respondió don Quijote- que la vida de los caballeros andantes está sujeta a mil peligros y desventuras, y ni mas ni menos está en potencia propincua de ser los caballeros andantes reyes y emperadores”[5].  El cuadro que pintábamos, sin embargo, ha quedado un poco descompensado, porque ¿Qué tienen en común Alejandro Magno y don Quijote? Las victorias no, porque mientras que Alejandro derrotó a los persas, el Hidalgo derrotó a unas cuantas ovejas y unos odres de vino. ¿En qué consistirá pues la similitud? Consultemos otra vez al sabio maestro de Alejandro para ver si nos saca del apuro. “Es magnánimo el que se considera a sí mismo merecedor de grandes cosas, siéndolo.”[6] Habría que hacer hincapié aquí en el contraste entre Alejandro y don Quijote en el “siéndolo”.  Quizá la diferencia entre ambos radica en esto, en que uno merecía apuntar a lo alto y el otro no. Si atendemos al contexto social de ambos,  es fácil darse cuenta de la diferencia que existe entre los dos personajes: uno es hijo del rey, llamado desde la cuna a gobernar, el otro es un pobre hidalgo “de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. –Que come normalmente- una olla de algo más vaca que carnero, y salpicón las más noches”[7]. En efecto la descripción que hace Cervantes del Hidalgo no permite pensar que el Quijote viviera en la opulencia, muy al contrario, la clase de la hidalguía era en esa época una de las más perjudicadas y pobres por los cambios que se estaban dando en aquella época.  Así lo dice Javier Salazar:
“Al disolverse, en el inicio de la Edad Moderna, las mesnadas nobiliarias, y ser substituidas por un ejército profesional y permanente, sujeto a la autoridad del rey, la nobleza, que formaba parte del grueso de las huestes medievales, pierde la más importante de sus funciones tradicionales y una de las razones con las que se justificaba su poder (…) La concentración de la propiedad territorial en manos en manos de los grandes y caballeros, o de los burgueses y letrados de la ciudad, acabó de arruinar a estos nobles de medio pelo, incapaces de hacer frente con sus reducidos recursos a la subida vertiginosa de los precios y a los nuevos criterios de explotación y arrendamiento del suelo”[8]
¿Podría ser entonces que el Caballero de la Triste Figura lo fuera porque no había nacido para apuntar a lo alto? Si esto fuera así, don Quijote no sería un personaje magnánimo sino solamente un loco: “pues aquel que lo hace—aspirar a cosas grandes— sin merecerlo es tonto”[9] .
¿En qué consiste merecer aspirar a la grandeza?, ¿sólo un noble puede aspirar a lo más alto?, ¿no es verdad que los más grandes hombres han llegado a serlo, no por su noble cuna, sino por su vida cargada de sacrificios?, ¿está la grandeza reservada sólo para los nobles y ricos? Si afirmáramos que en efecto hay que tener, al menos, uno de esos dos requisitos, se levantaría de inmediato ante nosotros el testimonio de todos los grandes hombres cuyas vidas, sin opulencia ni pureza de sangre, brillan en la historia por su densidad vital. No hace falta argumentar mucho para desmentir este error, y menos en nuestra época, pues es claro que la alta cuna y la riqueza no hacen más hombre a nadie, sino que al contrario, lo que verdaderamente hace grande y admiramos son las acciones que los hombres realizan sin importar su condición social. ¿En qué radica entonces ese merecer aspirar a lo alto? La pregunta termina por apuntar a donde se buscaba desde el principio. Todo hombre merece, en cuanto hombre, apuntar a lo infinito y tan es así que este rasgo es lo que nos caracteriza profundamente como humanos, nos define y da sentido a nuestro modo de ser.
Aspirar al infinito, tener una pregunta eterna, es la impronta que todos llevan, desde que el hombre es hombre, en las profundidades de su intimidad. La historia de los hombres se entiende como el peregrinar de una especie insatisfecha, a los animales les basta con una comida al día y ocasionales amoríos, pero al hombre no, siempre le queda ese dejo de insatisfacción los domingos por la mañana. Esa sensación constante de una fiesta que termina, que todo termina mientras él permanece. Y esto es tan común a todos los seres humanos que cuando alguien vive conforme a su ambición de “para siempre” es íntimamente admirado y cuando la oculta es aborrecido. Así se entienden las palabras de Unamuno: “Y en cuanto a hoy, todos esos miserables están muy satisfechos porque hoy existen, y con existir les basta. La existencia, la pura y nuda existencia llena su alma toda. No sienten que haya más que existir. Pero, ¿existen? ¿Existen en verdad? Yo creo que no; pues si existieran, si existieran de verdad, sufrirían de existir y no se contentarían con ello. Si real y verdaderamente existieran en el tiempo y el espacio, sufrirían de no ser en lo eterno y lo infinito”[10].
Parece que en los hombres su vida es más que vida del cuerpo, porque ¿acaso no es verdad que cuando están satisfechas todas las necesidades materiales aparecen las espirituales?[11] Siempre y por alguna extraña razón no nos basta con estar sencillamente vivos, siempre estamos buscando más, queremos vivir, con consistencia, incluso con intensidad. En este sentido todos los hombres portadores de la magnanimidad y no sólo eso, sino que, si quieren responder al modo propio de ser del hombre, han de intentar alcanzar lo auténtico sin escatimar en gastos. Sólo así es el hombre un hombre verdadero y sólo así es capaz de conocerse y comprenderse. Por estos motivos nuestro amado Caballero de la Triste Figura queda excusado en cierto modo en sus aspiraciones, y no merece ser tachado de loco si no de cuerdo y los demás personajes habrán de ser tachados de locos si no son magnánimos.
La incesante aspiración del hombre a lo inalcanzable es una realidad conmovedora, se ve tanto en la historia personal de un individuo como en la historia universal de la humanidad. Por eso es la magnificencia una de las cosas más bellas y nobles que hay, porque manifiesta la esencia de la humanidad. Es cuando vemos a un hombre intentar lo imposible cuando más conocemos al hombre. En el fondo, todos admiramos a un magnánimo cuando lo conocemos, nos parece una cosa en extremo bella, porque nos sabemos llamados también a ello. No es el hombre un ser hecho para arrastrarse por el suelo sino para andar erguido, para levantar la vista y gobernar, y ser superior, y nunca estar satisfecho. A rastras uno no puede buscar nada más que roedores, piedras y deshechos. Las cosas más importantes están siempre arriba, a donde solo los hombres verdaderos se atreven a mirar. Por esto mismo la belleza de nuestra condición humana nos hace sufrir aún más nuestras carencias. Pues es verdad que aunque somos capaces de mirar a lo más alto, la mayoría de las veces somos incapaces de alcanzarlo ¿Acaso la sangre del caballero manchego no es real? ¿No es verdad que fracasa una y otra vez? En efecto don Quijote es un personaje que tiene las más altas aspiraciones, pero también, como hombre que es, siente el miedo, el hambre, el frió y los palos. En el capítulo veintidós don Quijote decide liberar a unos condenados; después de volar alto y disertar sobre la justicia y la misericordia recibe la siguiente recompensa: “No se pudo escudar tan bien don Quijote que no le acertasen no sé cuantos guijarros en el cuerpo, con tanta fuerza, que dieron con él en el suelo; y, apenas hubo caído, cuando fue sobre él el estudiante y le quito la bacía de la cabeza, y diole con ella tres o cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con la que la hizo pedazos…”[12]
El hombre aparece en la novela de Cervantes como lo que es, un ser contradictorio, lleno de contrastes, capaz de los más grandes actos, y las más grandes aspiraciones, como de las peores vilezas y de los actos más mezquinos. Cervantes lo pone en boca de Sancho : “¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabéis vos?—respondió Sancho Panza. —Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador. Hoy está la más desdichada criatura del mundo y la más menesterosa y mañana tendría dos o tres coronas de reinos que dar a su escudero.”[13] Ir a tales profundidades del corazón humano implica siempre un riesgo: la desesperanza. ¿Cómo puede un ser como el hombre alcanzar lo infinito?, ¿no será acaso como dice Feuerbach que la vida eterna es sólo una ilusión para curar nuestra herida más íntima? Por eso hay quienes no se atreven a mirar nunca y niegan su condición de hombres. Huyen de la pregunta que les apremia desde que son capaces de entender el punto crítico en el camino: la muerte. Es precisamente esta gente la que llamará loco a don Quijote, porque en realidad lo que hace el de la Triste Figura es mostrarles aquello de lo que andan huyendo. Se manifiesta así a través de la magnificencia la naturaleza íntima de la humanidad.
El oráculo de Delfos tenía inscrito “conócete a ti mismo” y es en el fondo lo que todos andamos buscando cuando el día termina y se apaga la luz de habitación. La pregunta por nuestra identidad está íntimamente unida con nuestro destino tras la muerte, pero es tan espesa que nos asusta, es demasiada luz para un ser acostumbrado a las cavernas. Por eso preferimos negar quienes somos y andar por la vida de un modo ligero y agradable, con el paso del tiempo la inquietud se va a apagando (o nos acostumbramos a ella) hasta que nos volvemos unos seres mezquinos y apocados. La gente va por la vida con una tristeza, con una nostalgia sutil en el alma que en el fondo no quiere ver pero que le atormenta. Por eso libros como el de Cervantes ayudan al hombre a despertarse de la vigilia de la razón, funcionan como un espejo donde el hombre puede verse tal cual es. Este contraste de carne y espíritu, este claroscuro humano es el punto desde el cual el hombre ha de plantearse su vida y buscar a tientas la solución a su problema. Es de sentido común enfrentarse a los problemas porque tarde o temprano reventarán en la cara, y es igual de lógico enfrentarse primero al más importante de ellos. Son libros como el Quijote los que hacen recapacitar a los hombres y los hacen vivir conforme a su condición.
Es por estos motivos que resulte casi sublime el nombre que Cervantes puso a su héroe: el Caballero de la Triste Figura. Porque a todo el mundo le recuerda a sí mismo. Todos somos en el fondo, o por lo menos nos gustaría ser caballeros de tristes figuras, abnegados, despegados de todo lo que no sea eso que colme nuestras ansias de ser. Pero a la vez nos reconocemos como muy poco capaces para dar la talla, para vivir profundamente como humanos. Por eso el Quijote es en cierto sentido una tragedia, la tragedia de la belleza inasequible, esa que todos compartimos y que en cierto sentido queremos y necesitamos que nos muestren Por eso resultan tan nostálgicos los últimos capítulos del Quijote cuando está en Barcelona y se enfrenta a la verdadera realidad y falla. Y se les coge cariño al Hidalgo y a su escudero por esto mismo, y por eso enternece verle derrotado y casi hace saltar las lágrimas cuando acepta de buena gana la muerte por no renunciar a su Dulcinea. Y por eso uno no puede verlo triste y melancólico de regreso a casa, ni puede verle como Sancho afirmar su cordura, y no puede presenciar su derrota sin conmoverse en lo más hondo porque el fracaso es de las cosas más humanas que existen. Pero tampoco se puede evitar aterrorizarse, porque es verdad que fuimos hechos para perseguir estrellas y hay quienes no quieren saberlo porque perseguirlas es incómodo. Y tampoco se puede evitar soslayar la posibilidad de que por andar en gestas uno corra la misma suerte que el pobre Alonso Quijano. Aspirar es una de las actividades más reales y bulliciosas que existen.


[1] I, 27
[2] EN, IV, 1123b
[3] EN, IV, 1123b
[4] I, 20
[5] I, 15
[6] EN, IV, 1123b
[7] I, 1
[8] Salazar Rincón J. (1986). El mundo social del Quijote. Madrid: Gredos
[9] EN, IV, 1123b
[10] de Unamuno M. (1904). Vida de don Quijote y Sancho. Madrid: Cátedra
[11] Esto ha sido puesto de manifiesto de modo muy plástico por un teórico de la economía, Abraham Maslow, mediante una estructuración piramidal de las necesidades humanas.
[12] I, 22
[13] I, 16