enero 28, 2010

La redención del escritor desencantado

Se dice que los filósofos plantean problemas cuya solución es obvia (...lo real existe). También se dice que están alejados de la vida. Que constantemente acuden al campo a contemplar las estrellas. Que tienen mirada soñolienta y el peinado más extraño que se ha visto... Si se observa con detenimiento, lo descrito aquí no describe sólo a los filósofos. Dicha descripción podría englobar también a Einstein o a Miguel Ángel. Los hombres qué más han aportado a la cultura coinciden en ciertas actitudes.
Constantemente se les llama visionarios. Es como si vieran más que el resto, se fijan constantemente en cosas que nadie repara. Nadie duda, en que son gente extraordinaria, que han sido lo más humanos que pudieron ser. Que cierta energía los impulsaba con vehemencia a expresar lo que expresaron, a decir lo que dijeron. Hoy en día nos seguimos estremeciendo con su canto, que, de manera menos poética, puede entenderse como el legado cultural de occidente.

El filósofo y el genio comparten la misma actitud. La misma sed. De entrada ambos tienen los ojos muy abiertos (como una lechuza) y una sonrisa de paz en los labios. Sienten una luz que les ilumina la cara. El núcleo de la realidad se les presenta con suavidad, se les sugiere, y entonces salen en su búsqueda. No quieren conquistar el mundo, quieren encontrarlo. La vida del genio es una persecución de la belleza sugerida en instantes muy puntuales y concretos de su vida. La admiración les marca, de una vez por todas, el único camino que merece la pena ser vivido. Comparten los dos, pues, que no viven en las apariencias. Comparten la sed de realidad. La mirada certera que apunta a las claves de las cosas.
La expresión del genio se manifiesta de muchas maneras, he de reducir aquí la indagación, por razones obvias, a una de esas manifestaciones. El genio como escritor..

El escritor auténtico, se caracteriza por una sola cosa. El pensamiento dirige su pluma, y la belleza dirige su pensamiento. Le tienen sin cuidado los esquemas que inventan los críticos. Cervantes no se preocupó de que no existiera un género para la novela que quería escribir. A Shakespeare no le importó que aún no existiera el teatro isabelino. Estos hombres, que irrumpen de vez en cuando en la historia y la sacuden, no se guían por las apariencias sino que las destrozan, las desenmascaran.
El único sentido que tiene una obra de literatura es mostrar la realidad. Es admirar a los demás. Cuando desaparece la ficción, se tiende a olvidar la diferencia entre la realidad y los sueños. Por más evidente que suene es importante remarcar que la realidad es condición de posibilidad para la ficción. El verdadero escritor es consciente de que la ficción es precisamente eso, ficción, y por eso no pretende que su obra substituya a la realidad. Ahora bien, es también consciente de que, sea como sea, su ficción tiene que conseguir remitir a ese aspecto concreto de la realidad que contempla. Como es es su único fin, no le importa nada que no se adapte a a su meta. Si es necesario inventar un género literario lo inventa; si es preciso escribir siete libros, los escribe. Si sólo hacen falta dos líneas solo escribe dos. La técnica se subordina a su intención. Vender libros, o ser reconocido es una cosa completamente accidental a esta actividad vital.

El escritor es un hombre hambriento de realidad que, conforme se va haciendo a ella, tiene la irremediable responsabilidad de transmitirla a los demás. Contemplar exige comunicar. Se puede decir entonces que el escritor es un medio de conectar a la sociedad con la realidad. Así es como contribuye al bien común.
La sociedad debe a los escritores, a los auténticos, la distinción entre apariencia y realidad. Siempre que se pone al hombre frente a la realidad se le pone frente al problema de el ser y el pensar. Y justo cuando se pone al hombre frente a ese problema, es cuando el hombre se descubre a sí mismo como distinto al mundo. Es cuando ocurre la admiración.

Como se ve, la admiracón es lo que nutre y vivifica la auténtica labor intelectual. Sin embargo, para experimentarla hace falta cierta actitud vital a la que los hombres llamamos humildad. Evidentemente este tema merece un ensayo entero.

enero 25, 2010

La tragedia del escritor desencantdo

Claman los entendidos de nuestra época la poca atención que tiene la juventud por la lectura. No se dan cuenta, en medio de todos sus lamentos, que la culpa es sólo de ellos. El intelectualismo es un cáncer de la cultura. Aprisiona a la sabiduría cuando comienza a nacer y la convierte en un monstruo repugnante.

Cuando un adolescente se da cuenta del valor que tiene un buen libro ocurren dos cosas. En primer lugar se admira; siente algo gordo, presiente que lo substancial es mejor que la ligereza: quiere más. Precisamente por esa necesidad de substancialidad, de profundidad, aparece el segundo fenómeno: elevado ante esa necesidad de intríngulis, contempla a sus iguales y los ve sumergidos en las apariencias, y entonces se siente superior. Cuando ocurre eso, el adolescente está perdido.
Sin siquiera notarlo, esa auténtica necesidad de profundidad es substituida poco a poco por una complacencia de sí mismo. Conforme avanza la enfermedad, la auténtica necesidad se va convirtiendo cada vez más en una imaginación, se va vaciando de realidad hasta que queda sólo como un postulado: una postura. Mientras tanto, el enfermo se va formando en cosas inútiles pero insubstanciales (por ejemplo, la ortografía) y va aprendiendo la 'técnica' correcta para escribir. Se va olvidando del fin y se concentra en los medios. Ya no le importan las ideas si no la manera en que se presentan. Y alrededor de los 30 años, con un look formal-bohemio y unas gafas gruesas, de pastaflora, contempla por última vez su artificial necesidad de realidad y se ríe de las locuras de su adolescencia. Está casi muerto. Lo importante ya no es ser como Dostoievski, ¿porque quién compra a Dostoievski hoy en día?, sólo un montón de adolescentes ilusos. Lo importante para nuestro desgraciado es ser como Dan Brown o como Rowling. Lo importante es que el libro que va a escribir aparezca en el VIPS y en el Corte Inglés. Lo importante es que las gafas sean de buena marca. Lo importante no es escribir, es comer. Por eso se pondrá a escribir sobre los templarios o sobre lo que haga falta. Para que cuando vendan unos cuantos ejemplares pueda decirlo en su círculo social mientras se toma un mate (porque Cortázar lo hacía). Llegados a este punto, nuestro futuro escritor esta perdido. Lo atrapó el intelectualismo desde su nacimiento. Es trágico cuando los hombres pierden su vocación sin enterarse siquiera. Es trágico cuando un hombre se engaña pensando que sigue una estrella cuando en realidad lo mueven como marioneta.

La solución a esta tragedia es tan sutil como la realidad misma. Es imposible imponerla, se ve o no se ve. Se quiere ver, o no se quiere ver. Sin embargo, cómo la gente suele huir de los ensayos largos, la publicaré en una segunda parte.