diciembre 30, 2010

Día II: Escribir mal

Escribir las cosas sin intermediación de esquemas es un actividad muy inocente, casi infantil. Se parece a rayar las paredes de la casa cuando uno es niño, o a tapizar de huevo la pared de alguna empresa invencible. Cuando empecé a escribir, lo hice de esta manera. De corrido y sin parar, sin refrenar ocurrencias, sin cuidar los puntos, sin revisar la ortografía. En realidad disfrutaba como simio pasar horas escribiendo mal, contando historias o garabateando ideas. Incluso había días en los que bajaba tarde a cenar (en la adolescencia mi apetito natural se exponenció varias cifras). En aquella época, en la que el mundo parece más comestible, pensaba que sería sencillísimo dedicarme a escribir: La cosa se me daba bien y casi nadie se dedicaba a eso, sólo unos pocos locos.

Crecer es doloroso, casi me atrevería a decir que en cierto sentido es traumático. Cuando entré en la dinámica del mundo profesional me dí cuenta de que la vida no era tan sencilla como parecía. Era imposible ya aspirar a un escritorio de caoba negra y una paga por escribir durante horas. Cuando se me obligó, porque en esa época yo no me preocupaba por mi futuro, a elegir carrera profesional, no encontré ninguna que se llamara “Licenciado en escribir mal”. Entonces me comporté como correspondía a mi edad: caprichosamente. Dejé de pensar seriamente a que me quería dedicar porque lo que quería era imposible.

No es el caso que cuente aquí como volví a mi intención inicial de dedicarme a leer y a escribir. Lo que sí se puede decir es que con la vuelta llegó la madurez a mi propósito. No bastaba ya escribir tonterías tal cual salieran de la cabeza. Hacía falta madurar la idea, ordenarla, hacer un esquema con hoja y papel al lado y luego, después de un cuidadoso trabajo de premeditación: escribir. Es como pensar antes de hablar, como saber a dónde vas antes de empezar a caminar. En periodismo me enseñaron el valor y la importancia que tiene esto para la comunicación. La claridad es fundamental. Premisas conclusión, enunciados cortos, ortografía imprescindible, emisor receptor, lenguaje sencillo. La poésía, los malabares, la magia sí se quiere llamarle así, es para hacerla después. Cuando uno ya alcanzó la fama. Primero hay que ganarse el prestigio. Empecé a preocuparme por escribir así y entré en un ciclo. Mi habitación se lleno de notas en la pared, mi cabeza se lleno de ideas, proyecté tres o cuatro libros, pero no escribí nada. El único cuento que escribí en esa época es lamentable. Por eso decidí que los proyectos los haría cuando ya supiera escribir, las ideas las escribiría cuando ya contará con la técninca correcta, ¡había tanto que leer antes!, ¡tantos clásicos desconocidos, tantos contemporános que escriben tan musicalmente! Y yo un pobre chiquillo que se ilusionó alguna vez. Empezé a pensar que escribir como lo hacía era una falta de respeto. Una niñería. Hablar es en cierto sentido degradar las ideas. Mejor era callar, dejar de rallar paredes.

Es verdad que el pensamiento debe siempre guiar a las palabras, no tiene sentido alguno lo inverso. Sin embargo no somos sólo espíritu. Necesitamos esa materia, esa tinta en el papel, ese sonido en la voz: somos de carne y hueso. No se puede vivir sólo pensando, hay que hablar, hay que contarlo. Cuando uno comienza a preocuparse excesivamente por la fomra de lo que se dice, cuando atiende en exceso al modo decir más que al contenido, irónicamente uno empieza a volverse malo para escribir. Creo que para escribir bien es imprescindible escribir mal. Es necesario que uno disfrute como niño al hacerlo, que se envuelva y se olvide de su alrededor. Es imposible escribir bien sin recuperar la inocencia de los primeros textos. Hay que despreocuparse, ser muy desvergonzado. Hay que sentirse artista aunque no se este escribiendo nada artístico. Estoy firmemente convencido de que cuando uno disfruta escribiendo, los lectores disfrutan leyendo. Por lo menos en mi caso, quizá por cuestiones de carácter, es importante restar seriedad a la hora de narrar. De otro modo me es imposible, me aburro, y aburriré al valiente que me lea. 

Puedo decir que he madurado, ya no pretendo que se me pagué por escribir mal. Pero he madurado aún más al darme cuenta de que no se escribe con fines prácticos, para ganar premios, dinero, o fama. He aprendido que hacer esto quita todo el valor artístico a la obra. He dado un paso más al darme cuenta de que no importa escribir bien, no me importa que algún critico sesudo diga que mi texto es arte. He aprendido que el arte que escribo (y lo digo con descaro infantil) es para mí y para mis amigos. Escribir bien para mí es una estupidez, porque en el fondo, escribir es sólo un juego de niños.

Día I: Sobre la realidad y lo horrible

Últimamente he pensado que a veces vivir en la realidad parece una locura, ¿a quién le gusta darse cuenta de los defectos? ¿Quién es aficionado a contemplar el horror? El soslayo es una actitud comprensible cuando las cosas no son nada bonitas. Por eso nuestra época es de escapes, mientras más nos volvemos conscientes de la realidad más nos damos cuenta de cosas que no quisiéramos saber, y esto muchas veces asusta, ¿para que continuar?, ¿No es lo más incomido del mundo enterarse de toda la porquería del mundo?  Lo horroroso es ante lo que se vuelve la cara.

Relativizar es el verbo para nuestra época de comodidades: la ausencia de certeza que marca nuestra época se disuelve en la conducta general (o por lo menos así parece). Entonces es cuando pensar resulta pesado, casi una carga. Pensar implica de manera inmediata generar juicios, “esto está bien o mal”, en el fondo el dormir, el quedarse en la caverna es un modo de escapar del mal. Lo más cómodo parece sumirse en el sueño, olvidarse. En la inconsciencia nunca hay malicia. Hay hechos, sin embargo, que son demasiado escandalosos como para dejarnos dormir. Ponchis, el niño narco, por ejemplo, no permite que nadie se quede en el sueño. Hay hechos tan horribles qu no podemos negar que son verdaderamente horribles. Es entonces cuando el gusanito que tenemos todos por defecto, ese que impulsa a las luchas imposibles nos recuerda que puede que, así como existe lo verdaderamente horrible exista lo verdaderamente bello. Y se da uno cuenta de que por cobardía y quizá también por un poco de comodidad, puede estarselo perdiendo. 

Yo me he dado cuenta de esto en mi ciudad natal, donde el narcotráfico comienza a infiltrarse en la vida cotidiana de las personas. Lo verdaderamente horrible comienza a convertirse en cotidianamente horrible. Me preocupa que se nos va de las manos incluso eso. La consciencia de lo extraordinario. Entonces lo verdaderamente horrible comienza a perder peso y ya no parece verdadero si no relativo. Algo puede parecernos horrible a nosotros, pero en verdad no es ni bueno ni malo. Todo esto desaparece obviamente cuando lo que sólo parecía horrible asesina a una persona cercana, entonces la apariencia influye efectivamente en la realidad y nos damos cuenta de que en verdad es horrible.

Por estos motivos, es una responsabilidad seria para todos los ciudadanos de esta región rechazar cualquier forma de autoengaño. Es imprescindible si queremos que se salve esta sociedad que cada uno siga su propia consciencia de manera intachable. Sí es verdad que necesitamos mejores policías, pero necesitamos aún más policías justos y auténticos, y políticos, y jueces…  Pero la única manera de exigir esto es empezando por uno mismo. Nuestra sociedad tiene que cambiar desde dentro, sólo con una revolución de este tipo se puede hacer frente a un problema como el que enfrentamos. Sin esto, todo lo que se haga 
materialmente es irrelevante.


Sobre los ensayos de estos días

Hace diez días que llegué a mi casa, casi un mes desde que no escribo y casi tres desde que no lo hago por gusto. Siento que me voy agarrotando, entumeciendo. A los libros los traigo muy olvidados,  no he leído nada desde que terminé el Quijote (y tuve que leerlo por obligación para una clase). Es decir: estoy dormido. Me siento lejos de mí. Siempre incapaz de llegar a la palabra que necesito o de articular un buen consejo. Cierto sopor intelectual me invade lentamente. Es decir,Cada vez soy mejor para el Fifa 2011.  

Como no quiero que esto ocurra me he propuesto escribir un ensayo todos los días. He de pedir disculpas pero en mi desesperada situación muchas veces escribiré de corrido y dejaré implícitas cosas, no es pereza ni incapacidad, es capricho. Lo que representan estos ensayos son un berrinche: me niego a dejar pasar otras vacaciones sin haber escrito nada. Obviamente la ortografía queda fuera del horizonte de mi interés (así escribir se vuelve increíblemente aburrido), aún así las correcciones son perfectamente recibidas.  

noviembre 26, 2010

Fragmento

Estaba el pobre escritor sentado delante del monitor. Intentaba escribir un buen microrelato: no lo conseguía.

octubre 29, 2010

La tragedia de la belleza inasequible

“Yo soy aquel para quién están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos” (I,20)


Al aproximarse a la novela de Cervantes uno encuentra una veta inagotable de inspiración, se siente  como un niño que va por primera vez a un zoológico, o como la primera vez que entiende porqué los hombres se han admirado siempre del cielo estrellado. La mayor dificultad que encuentra uno al intentar expresar esa maraña de ideas cervantinas es no abarcarlo todo. Se siente la necesidad de poner al lector delante de la belleza que irradian las gestas del Caballero de la Triste Figura, pero como resulta imposible hacer esto, se vuelve entonces imposible deshacerse de cierto sentimiento de profanación. Quizá lo más difícil al hablar de la novela de Cervantes es centrarse en uno solo de sus aspectos,  habría que tomar la maraña cervantina y desmenuzarla, recortar y pegar trozos de aquel “rastrillado, torcido y aspado hilo”[1] e intentar mostrar un aspecto nítido de toda la realidad que en realidad muestra el Quijote. 
Precisamente esto es lo que intento hacer con este texto. Me conformo con mostrar el aspecto que me resultó más inspirador de todos los de la novela. Ante todo pretendo apuntar con mi acotación a uno de los lugares donde se encuentra la belleza en este libro; me gustaría ofrecer un nuevo punto de vista desde el que acercarse a la obra, de manera que, antes de entrar en contacto con ella, no se tuviera la imagen preconcebida de unos protagonistas desagradables, más bien, me gustaría que se viera en Don Quijote una fuente de inspiración, que se tome consciencia de su complejidad nostálgica, del drama humano que encarnan el manchego y su escudero.
Sin lugar a dudas la filosofía puede resultar en ocasiones tediosa, aún peor, dirían algunos, “abstracta”. Temo decir, quizá con demasiada franqueza, que esta acotación del Quijote tiene mucho de filosófica, pero quisiera apresurarme a decir también que no pretende ser una filosofía erudita, de razonamientos estrictos y palabras insólitas; más bien la filosofía que se pretende aquí busca ser balbuceante, una filosofía que nace de la admiración e intenta señalar aquello que la despertó. A la realidad no le hace falta demostrarla, porque ya está donde está, más bien hay que mostrarla intentando confundir las cosas lo menos posible. El mejor modo de hacer esto, según mi parecer, es a través de la magnanimidad. En nuestra época la magnanimidad es una realidad que resulta extraña por su escasez, pero pienso que es una de las virtudes más bellas que se pueden desarrollar en esta vida. También pienso que El Quijote es el libro en donde mejor aparece plasmada. Por eso, en pocas palabras, quisiera hacer una extracción de la novela y mostrar qué es la magnanimidad.
Cuando las palabras no van acompañadas de acciones reales y concretas estas se vuelven vacías. Podría empezar aquí citando directamente a algún ilustre filósofo para que me ayudase a disertar con elocuencia sobre la magnanimidad, pero, ¿de qué serviría esto si no se ve qué es la magnanimidad? Quizá resulte mejor esbozar un perfil. Imaginemos un hombre que se sabe nacido para cosas grandes, y que se fuerza a sí mismo a ser valiente, a no detenerse en lo que los demás juzgan imposible. Imaginémoslo esforzándose mirando hacia el futuro mientras los demás lo injurian. Le llamarán soberbio, soñador, y en muchas ocasiones, loco. Podría ser perfectamente un joven de veintiún años que estudia como dirigir ejércitos, o un hijo de campesino que intenta ir a alguna universidad prestigiosa. Hablo de esa gente que se reúne en bares para discutir cómo cambiar el mundo, esa gente que proyecta revoluciones y organiza conferencias y que vive siempre por encima de sus posibilidades. Para hacerlo más sencillo, concretemos un poco más el boceto: Alejandro Magno.
Cualquier persona que haya leído una biografía suya no puede sino admirarse de la grandeza de su vida, él solo conquistó todo el mundo conocido en su época. Pero no es la magnitud de sus conquistas lo que lo hizo grande, sino el modo en el que lo hizo, la manera de tratar a sus enemigos y su actitud ante las victorias. Toda su vida, y espero que poco a poco se vaya entendiendo intuitivamente, estuvo impregnada de magnanimidad. La grandeza de Alejandro está sin duda en deuda con su maestro Aristóteles. Muchas veces se habla de esta relación entre el Estagirita y el Magno pero pocas se profundiza en ella. Posiblemente una de las más grandes lecciones que dio Aristóteles al joven Alejandro fue la lección sobre las virtudes, de modo que quizá convenga escuchar un poco al maestro: En “Ética a Nicómaco”, Aristóteles describe brevemente en que consiste la virtud tratada: “La magnanimidad, incluso por el nombre, parece que tiene que ver con cosas grandes”[2]. Una persona que no realiza cosas grandes no se adhiere a lo que buscamos. Porque “es magnánimo el que se considera a sí mismo merecedor de grandes cosas, siéndolo”[3]. Llegados a este punto, no podemos retrasar más el momento de volver la mirada hacia don Quijote. Sin lugar a dudas, el Caballero de la Triste Figura es un personaje que aspira a los más altos honores, como se pone de manifiesto en el capítulo XX, en el que don Quijote confiesa a Sancho la magnitud de sus ideales:
“Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro(…) Yo soy aquel para quién están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la tabla redonda…”[4]
Y este no es el único ejemplo de altas aspiraciones en el héroe manchego. Toda la obra de Cervantes, como bien fácil es comprobar, se encuentra provista de numerosas ocasiones en las que se desvelan las grandes metas del hidalgo. Frases como: “sábete, amigo Sancho-respondió don Quijote- que la vida de los caballeros andantes está sujeta a mil peligros y desventuras, y ni mas ni menos está en potencia propincua de ser los caballeros andantes reyes y emperadores”[5].  El cuadro que pintábamos, sin embargo, ha quedado un poco descompensado, porque ¿Qué tienen en común Alejandro Magno y don Quijote? Las victorias no, porque mientras que Alejandro derrotó a los persas, el Hidalgo derrotó a unas cuantas ovejas y unos odres de vino. ¿En qué consistirá pues la similitud? Consultemos otra vez al sabio maestro de Alejandro para ver si nos saca del apuro. “Es magnánimo el que se considera a sí mismo merecedor de grandes cosas, siéndolo.”[6] Habría que hacer hincapié aquí en el contraste entre Alejandro y don Quijote en el “siéndolo”.  Quizá la diferencia entre ambos radica en esto, en que uno merecía apuntar a lo alto y el otro no. Si atendemos al contexto social de ambos,  es fácil darse cuenta de la diferencia que existe entre los dos personajes: uno es hijo del rey, llamado desde la cuna a gobernar, el otro es un pobre hidalgo “de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. –Que come normalmente- una olla de algo más vaca que carnero, y salpicón las más noches”[7]. En efecto la descripción que hace Cervantes del Hidalgo no permite pensar que el Quijote viviera en la opulencia, muy al contrario, la clase de la hidalguía era en esa época una de las más perjudicadas y pobres por los cambios que se estaban dando en aquella época.  Así lo dice Javier Salazar:
“Al disolverse, en el inicio de la Edad Moderna, las mesnadas nobiliarias, y ser substituidas por un ejército profesional y permanente, sujeto a la autoridad del rey, la nobleza, que formaba parte del grueso de las huestes medievales, pierde la más importante de sus funciones tradicionales y una de las razones con las que se justificaba su poder (…) La concentración de la propiedad territorial en manos en manos de los grandes y caballeros, o de los burgueses y letrados de la ciudad, acabó de arruinar a estos nobles de medio pelo, incapaces de hacer frente con sus reducidos recursos a la subida vertiginosa de los precios y a los nuevos criterios de explotación y arrendamiento del suelo”[8]
¿Podría ser entonces que el Caballero de la Triste Figura lo fuera porque no había nacido para apuntar a lo alto? Si esto fuera así, don Quijote no sería un personaje magnánimo sino solamente un loco: “pues aquel que lo hace—aspirar a cosas grandes— sin merecerlo es tonto”[9] .
¿En qué consiste merecer aspirar a la grandeza?, ¿sólo un noble puede aspirar a lo más alto?, ¿no es verdad que los más grandes hombres han llegado a serlo, no por su noble cuna, sino por su vida cargada de sacrificios?, ¿está la grandeza reservada sólo para los nobles y ricos? Si afirmáramos que en efecto hay que tener, al menos, uno de esos dos requisitos, se levantaría de inmediato ante nosotros el testimonio de todos los grandes hombres cuyas vidas, sin opulencia ni pureza de sangre, brillan en la historia por su densidad vital. No hace falta argumentar mucho para desmentir este error, y menos en nuestra época, pues es claro que la alta cuna y la riqueza no hacen más hombre a nadie, sino que al contrario, lo que verdaderamente hace grande y admiramos son las acciones que los hombres realizan sin importar su condición social. ¿En qué radica entonces ese merecer aspirar a lo alto? La pregunta termina por apuntar a donde se buscaba desde el principio. Todo hombre merece, en cuanto hombre, apuntar a lo infinito y tan es así que este rasgo es lo que nos caracteriza profundamente como humanos, nos define y da sentido a nuestro modo de ser.
Aspirar al infinito, tener una pregunta eterna, es la impronta que todos llevan, desde que el hombre es hombre, en las profundidades de su intimidad. La historia de los hombres se entiende como el peregrinar de una especie insatisfecha, a los animales les basta con una comida al día y ocasionales amoríos, pero al hombre no, siempre le queda ese dejo de insatisfacción los domingos por la mañana. Esa sensación constante de una fiesta que termina, que todo termina mientras él permanece. Y esto es tan común a todos los seres humanos que cuando alguien vive conforme a su ambición de “para siempre” es íntimamente admirado y cuando la oculta es aborrecido. Así se entienden las palabras de Unamuno: “Y en cuanto a hoy, todos esos miserables están muy satisfechos porque hoy existen, y con existir les basta. La existencia, la pura y nuda existencia llena su alma toda. No sienten que haya más que existir. Pero, ¿existen? ¿Existen en verdad? Yo creo que no; pues si existieran, si existieran de verdad, sufrirían de existir y no se contentarían con ello. Si real y verdaderamente existieran en el tiempo y el espacio, sufrirían de no ser en lo eterno y lo infinito”[10].
Parece que en los hombres su vida es más que vida del cuerpo, porque ¿acaso no es verdad que cuando están satisfechas todas las necesidades materiales aparecen las espirituales?[11] Siempre y por alguna extraña razón no nos basta con estar sencillamente vivos, siempre estamos buscando más, queremos vivir, con consistencia, incluso con intensidad. En este sentido todos los hombres portadores de la magnanimidad y no sólo eso, sino que, si quieren responder al modo propio de ser del hombre, han de intentar alcanzar lo auténtico sin escatimar en gastos. Sólo así es el hombre un hombre verdadero y sólo así es capaz de conocerse y comprenderse. Por estos motivos nuestro amado Caballero de la Triste Figura queda excusado en cierto modo en sus aspiraciones, y no merece ser tachado de loco si no de cuerdo y los demás personajes habrán de ser tachados de locos si no son magnánimos.
La incesante aspiración del hombre a lo inalcanzable es una realidad conmovedora, se ve tanto en la historia personal de un individuo como en la historia universal de la humanidad. Por eso es la magnificencia una de las cosas más bellas y nobles que hay, porque manifiesta la esencia de la humanidad. Es cuando vemos a un hombre intentar lo imposible cuando más conocemos al hombre. En el fondo, todos admiramos a un magnánimo cuando lo conocemos, nos parece una cosa en extremo bella, porque nos sabemos llamados también a ello. No es el hombre un ser hecho para arrastrarse por el suelo sino para andar erguido, para levantar la vista y gobernar, y ser superior, y nunca estar satisfecho. A rastras uno no puede buscar nada más que roedores, piedras y deshechos. Las cosas más importantes están siempre arriba, a donde solo los hombres verdaderos se atreven a mirar. Por esto mismo la belleza de nuestra condición humana nos hace sufrir aún más nuestras carencias. Pues es verdad que aunque somos capaces de mirar a lo más alto, la mayoría de las veces somos incapaces de alcanzarlo ¿Acaso la sangre del caballero manchego no es real? ¿No es verdad que fracasa una y otra vez? En efecto don Quijote es un personaje que tiene las más altas aspiraciones, pero también, como hombre que es, siente el miedo, el hambre, el frió y los palos. En el capítulo veintidós don Quijote decide liberar a unos condenados; después de volar alto y disertar sobre la justicia y la misericordia recibe la siguiente recompensa: “No se pudo escudar tan bien don Quijote que no le acertasen no sé cuantos guijarros en el cuerpo, con tanta fuerza, que dieron con él en el suelo; y, apenas hubo caído, cuando fue sobre él el estudiante y le quito la bacía de la cabeza, y diole con ella tres o cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con la que la hizo pedazos…”[12]
El hombre aparece en la novela de Cervantes como lo que es, un ser contradictorio, lleno de contrastes, capaz de los más grandes actos, y las más grandes aspiraciones, como de las peores vilezas y de los actos más mezquinos. Cervantes lo pone en boca de Sancho : “¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabéis vos?—respondió Sancho Panza. —Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador. Hoy está la más desdichada criatura del mundo y la más menesterosa y mañana tendría dos o tres coronas de reinos que dar a su escudero.”[13] Ir a tales profundidades del corazón humano implica siempre un riesgo: la desesperanza. ¿Cómo puede un ser como el hombre alcanzar lo infinito?, ¿no será acaso como dice Feuerbach que la vida eterna es sólo una ilusión para curar nuestra herida más íntima? Por eso hay quienes no se atreven a mirar nunca y niegan su condición de hombres. Huyen de la pregunta que les apremia desde que son capaces de entender el punto crítico en el camino: la muerte. Es precisamente esta gente la que llamará loco a don Quijote, porque en realidad lo que hace el de la Triste Figura es mostrarles aquello de lo que andan huyendo. Se manifiesta así a través de la magnificencia la naturaleza íntima de la humanidad.
El oráculo de Delfos tenía inscrito “conócete a ti mismo” y es en el fondo lo que todos andamos buscando cuando el día termina y se apaga la luz de habitación. La pregunta por nuestra identidad está íntimamente unida con nuestro destino tras la muerte, pero es tan espesa que nos asusta, es demasiada luz para un ser acostumbrado a las cavernas. Por eso preferimos negar quienes somos y andar por la vida de un modo ligero y agradable, con el paso del tiempo la inquietud se va a apagando (o nos acostumbramos a ella) hasta que nos volvemos unos seres mezquinos y apocados. La gente va por la vida con una tristeza, con una nostalgia sutil en el alma que en el fondo no quiere ver pero que le atormenta. Por eso libros como el de Cervantes ayudan al hombre a despertarse de la vigilia de la razón, funcionan como un espejo donde el hombre puede verse tal cual es. Este contraste de carne y espíritu, este claroscuro humano es el punto desde el cual el hombre ha de plantearse su vida y buscar a tientas la solución a su problema. Es de sentido común enfrentarse a los problemas porque tarde o temprano reventarán en la cara, y es igual de lógico enfrentarse primero al más importante de ellos. Son libros como el Quijote los que hacen recapacitar a los hombres y los hacen vivir conforme a su condición.
Es por estos motivos que resulte casi sublime el nombre que Cervantes puso a su héroe: el Caballero de la Triste Figura. Porque a todo el mundo le recuerda a sí mismo. Todos somos en el fondo, o por lo menos nos gustaría ser caballeros de tristes figuras, abnegados, despegados de todo lo que no sea eso que colme nuestras ansias de ser. Pero a la vez nos reconocemos como muy poco capaces para dar la talla, para vivir profundamente como humanos. Por eso el Quijote es en cierto sentido una tragedia, la tragedia de la belleza inasequible, esa que todos compartimos y que en cierto sentido queremos y necesitamos que nos muestren Por eso resultan tan nostálgicos los últimos capítulos del Quijote cuando está en Barcelona y se enfrenta a la verdadera realidad y falla. Y se les coge cariño al Hidalgo y a su escudero por esto mismo, y por eso enternece verle derrotado y casi hace saltar las lágrimas cuando acepta de buena gana la muerte por no renunciar a su Dulcinea. Y por eso uno no puede verlo triste y melancólico de regreso a casa, ni puede verle como Sancho afirmar su cordura, y no puede presenciar su derrota sin conmoverse en lo más hondo porque el fracaso es de las cosas más humanas que existen. Pero tampoco se puede evitar aterrorizarse, porque es verdad que fuimos hechos para perseguir estrellas y hay quienes no quieren saberlo porque perseguirlas es incómodo. Y tampoco se puede evitar soslayar la posibilidad de que por andar en gestas uno corra la misma suerte que el pobre Alonso Quijano. Aspirar es una de las actividades más reales y bulliciosas que existen.


[1] I, 27
[2] EN, IV, 1123b
[3] EN, IV, 1123b
[4] I, 20
[5] I, 15
[6] EN, IV, 1123b
[7] I, 1
[8] Salazar Rincón J. (1986). El mundo social del Quijote. Madrid: Gredos
[9] EN, IV, 1123b
[10] de Unamuno M. (1904). Vida de don Quijote y Sancho. Madrid: Cátedra
[11] Esto ha sido puesto de manifiesto de modo muy plástico por un teórico de la economía, Abraham Maslow, mediante una estructuración piramidal de las necesidades humanas.
[12] I, 22
[13] I, 16

septiembre 14, 2010

La novela que nunca escribiré

El hombre, como bien es sabido, es paradójico. Es verdad, por un lado, que el ser humano tiene algo de inmutable, dorado, digno de sobrevivir la muerte y digno de asombro. Pero también es verdad, por el otro, que esa inmutabilidad está íntimamente mezclada con la carne y los huesos. Por eso quizá durante los periodos de cambios drásticos es casi imposible detenerse a mirar la propia historia con una visión más amplia. Quizá es el cerebro, hecho de materia al fin, el que impide hilar los pensamientos del alma. El caso es que desde hace tiempo llevo experimentando cambios que me han impedido sentarme a escribir y francamente estoy cansado de eso. No todo, sin embargo es tragedia, al contrario, todo el tiempo que llevo sin escribir me ha servido para autocriticarme. Me ha servido, por lo menos, para encontrar la novela que nunca escribiré.

En realidad, creo que todo este tiempo en el que no he escrito he tenido ganas de escribir porque hacerlo es algo profundamente personal. Haberme privado involuntariamente de esta afición me ha hecho darme cuenta que la escritura, más que un acceso a la fama, o la salvadora de la humanidad es una actividad noble en sí misma. Como una artesanía.

Recuerdo con claridad el tiempo muerto de estos meses en los que acariciaba la idea de escribir. Escribir despacio, con cariño, sin ánimos de sorprender a nadie. Por amor al arte y a la realidad. Solo entonces me di cuenta de lo fácil que puede ser desviarse de esta gloriosa concepción bucólica de la escritura. A pesar de todo, escribir también puede rodearse de glamour, incluso uno puede terminar intentando ganar concursos de cuento. He decidido renunciar a eso de una vez por todas. He decidido volver al campo, y olvidarme del mundo de lo mundano.. Estaré contento de ahora en adelante con el simple hecho de escribir.
Para cualquier escritor que haya leído a Dostoievski o a Cervantes es una verdadera carga escribir. Cuando a uno le llegan a la médula los libros de los gigantes sabe que no es urgente escribir otro gran clásico. Entonces es cuando a uno le entra la insatisfacción constante. Quisiera escribir uno la novela que fuera el golpe de luz definitivo. Quisiera uno encarnar la esperanza o la miseria, o ambas; o el amor. Esta sana ambición no está mal, el problema es que uno está tan obsesionado con el final del paseo que olvida disfrutar el paseo. Se llena entonces la mesa de ideas no escritas, de proyectos ahorrados. Uno se queda parado porque todavía no sabe bailar como los grandes. Se da cuenta de que todo lo que ha estado haciendo son movimientos torpes, niñerías. Y da vergüenza escribir. Y da vergüenza todo lo escrito. Y se cae en una inactividad producto de una soberbia aún más sutil.

Es solo hasta que se extraña con toda la piel escribir. Cuando se vuelve casi una necesidad fisiológica hablarle al papel cuando uno revalora la escritura. Se perfectamente que no soy el mejor, y quizá nunca lo seré, pero por Dios como disfruto cada palabra, cada punto, cada enunciado que plasmo. Intentar escribir seriamente es un viaje serio, pero ello no implica dejar de disfrutar en el camino.
Por favor no me malinterprete, no pretendo ser un gran escritor, es solo que disfruto como niño intentándolo.

mayo 10, 2010

Los olvidados

Violentado, Federico se despidió de la recepcionista con una sonrisa ajena. El sonido de sus zapatillas al rozar el mármol, el olor a formoles, los abuelos bondadosos y los niños con anginas, suscitaban en Federico cierta noción de higiene y decoro. Él se sabía ajeno a todo esto. No era ya una persona respetable, digna de participar en la dinámica de la gente correcta. No quiso mirar aquel niño que jugaba con su padre a la salida del hospital, le dio miedo mancharlo. Abstraído, desplegó el papelito amarillento y arrugado que llevaba en el bolsillo. Volvió a leer incrédulo la palabra maldita: ‘seropositivo’. Había entrado a aquel hospital para donar vida, salió convencido de que su vida no podía entregársela a nadie. Su sangre estaba infectada.

Predicar que el sida es un castigo de la Divinidad es grotesco: no es verdad. Federico, por ser un hombre culturalmente religioso, admitió en su intimidad tal pensamiento. Pensó que Dios se había vengado de sus infidelidades, que de alguna manera, por intervención divina, quedó manchado a pesar de haber usado el protector de plástico infalible en cada uno de sus encuentros amorosos.

Despreciado por Dios, murió sin consuelo.

Dos días después de su verdadera muerte su cuerpo dejo de funcionar. Lo transportaron en un féretro muy elegante y grande. Era un día lluvioso y frío. Más que solemne el funeral fue penoso. La clase alta hizo de la escandalosa muerte de Federico un evento social. Las mujeres escogieron cuidadosamente sus zapatos para asistir al funeral y los hombres las acompañaron como las acompañan los domingos al cine.

Al día siguiente en su despacho don Federico estuvo a punto de sentir compasión por su hijo mayor. Había contemplado todo sin, aparentemente, inmutarse. Sin embargo estaba demasiado aferrado a su metal brillante como para dejar de vender plásticos infalibles. Encontró una manera de engañarse. Eso sí, desde ese día, evitaba a toda costa encarar la cifra maldita. No quería que por ningún motivo le recordaran ese 10 por ciento destinado a sacrificarse por el bien de la empresa. Ese 10 por ciento al que el plástico no le será milagroso, y que quizá muera igual que su hijo Federico.

abril 14, 2010

Bien, Felicidad y Filosofía (las tres con mayúscula)

Para mi amigo Gabriel

Una vida no reflexionada no merece la pena ser vivida (Sócrates)

¿Qué es el Bien? Es evidente que todos los hombres desean ser felices. Todos buscamos la felicidad así como todos buscamos el bien. La felicidad es para nosotros no un bien cualquiera sino el Bien. Si se nos diera a elegir entre dos bienes, y uno de ellos fuera la felicidad, sin duda elegiríamos la felicidad, aunque la segunda opción fueran tres billones de pesos o casarse con una Bar Rafaeli. Evidentemente todos queremos elegir la felicidad, la verdadera pregunta es ¿Qué es la felicidad?

Es imposible responder a esta pregunta como se responde a una pregunta cualquiera. El bien que nos traemos entre manos aquí es demasiado solemne para ser abarcado en unas pocas palabras. No es la misma alegría la que da un gol del santos, o unos tacos ocampo que la que da el nacimiento de un hijo. Mientras mejor es el bien que alcanzamos menos nos alcanzan las palabras para expresarlo. Además para responder a esta pregunta hay que tener en cuenta que mientras más elevado es un bien más calidad humana necesitamos para apreciarlo. Un ladrón es incapaz de apreciar el bien de la justicia, un mentiroso el de la verdad, un depravado el de la inocencia. Un mezquino el de la valentía… y la lista puede seguir. Mientras más humanos somos más capaces somos de reconocer el bien real, mientras más animales, más incapaces.

Pero, ¿que hacemos? Si no podemos dilucidar en que consiste la felicidad, ¿como podemos ser felices? Si hemos dicho que la felicidad es el Bien Último, entonces lo que tenemos que hacer es conquistar poco a poco, y de menos a más, el Bien último. La conquista de la felicidad no es un acto aislado y sencillo sino que es una búsqueda, una travesía llena de esfuerzos: las mejores cosas de la vida cuestan (si la vida te está resultando sencilla a tus 21 años es que vas por mal camino). La comodidad no es sinónimo de felicidad ¿Cuántas veces nos hemos sentido infelices en una cama perfectamente blanda un domingo por la mañana? ¿Cuántas veces nos hemos sentido pletóricos porque hemos sido capaces de esforzarnos por conseguir una meta alta, un ideal humano? Si una novia es fácil de conquistar tendemos a despreciarla, no queremos a una mujer fácil por esposa, buscamos a una mujer que sepa darse su lugar.

Abordemos la cuestión desde otro punto de vista: ¿Si todos queremos el bien, porque no todos somos felices? No somos felices porque no somos inteligentes a la hora de decidir. Generalmente tomamos nuestras decisiones en función de lo que se nos antoja y tendemos a aspirar a bienes de menor talla que no satisfacen completamente. Es decir, no sabemos distinguir los bienes reales de los bienes aparentes. Cuando se nos antoja algo se nos presenta como un bien, pero necesitamos de la inteligencia para poder decidir si ese bien que se nos antoja es verdaderamente un bien o es solo una apariencia de bien. Si aun perro le pones un filete envenenado se come el filete, si a un hombre lo pones delante de un corte envenenado, aunque no haya comido en tres días, no considerará la opción.

Es un error identificar la felicidad con el éxito. La felicidad es un bien que se tiene poco a poco, de menor a mayor. El éxito es un bien que no se tiene hasta que se alcanza, y además es muy contingente, en el fondo confundir al éxito con la felicidad es buscar que los demás reconozcan el valor que tiene uno como persona, pero eso en último término no depende de lo que haga uno sino de los demás. Por mejor persona que sea si los demás no son capaces de apreciarlo nunca voy a ser reconocido. Ser reconocido no es lo mismo que ser bueno. Ser reconocido es accidental, e innecesario para ser feliz, plateémoslo de este modo ¿Qué es mejor, ser reconocido o ser feliz?

También es un error confundir la felicidad con el poder, el poder es solo una herramienta para alcanzar más cosas, pero si no se sabe lo que se quiere, ¿qué se hace con todo ese poder? ¿No es más sensato encontrar lo que se quiere y luego adquirir el poder justo para alcanzarlo? ¿No nos ahorraría esto tiempo y molestias? Imagina la historia de un hombre que envejeció buscando el poder y luego no supo que hacer con el, que vida más frustrante.

Para ser feliz hay que ser honesto consigo mismo, y esto en cierto sentido, es hacer filosofía. La filosofía no es otra cosa que la búsqueda teórica de eso a lo que todos aspiramos, el Bien. Conforme se va subiendo de nivel humano, cada vez va siendo necesaria cierta honestidad intelectual. A veces el bien exige que renunciemos a cosas a las que estamos muy apegados o que nos apetecen mucho, y tendemos a auto engañarnos para justificarnos. Ser un buen hombre no es ni cómodo ni fácil, exige honestidad intelectual, contemplar las cosas como son en realidad; y contemplar las cosas como son en realidad no es otra cosa que hacer filosofía.

La ética es la parte de la filosofía que se encarga de contemplar las cosa tal y como son en relación con nuestra voluntad y la búsqueda del Bien. En realidad, cuando decimos que una persona es muy ética queremos decir que suele ser muy honesto a la hora de distinguir entre el bien aparente y el real. Actuamos éticamente cuando actuamos correctamente, conforme a la verdad de las cosas. La ética y la filosofía son herramientas para dirigir adecuadamente nuestras vidas hacia la felicidad. Sólo cuando comenzamos a alejarnos del bien real comenzamos a exigir certeza a la filosofía (aunque la tiene, y en mayor grado que las demás ciencias) porque en cierto sentido nos engañamos. En realidad no es un problema científico es una cuestión de autoengaño: mientras más nos dejamos llevar por los vicios más tendemos a rehuir de la realidad porque la realidad nos dice que lo que hacemos no es lo correcto. No queremos ver el bien real porque sabemos que no lo perseguimos. Y huimos más adentro, hacia la obscuridad, hasta convertirnos en bestias que no razonan. Cuando sabemos que obramos mal solemos correr de vuelta a la caverna.

Los filósofos solemos decir frases muy obvias, todos los párrafos anteriores pretenden justificar la siguiente obviedad: El hombre está hecho para vivir en la realidad, sólo ahí puede alcanzar su felicidad.

Es frecuente oír quejas de intelectuales por lo mal que estamos, por lo mal que va la sociedad. Es evidente que en esta época las cosas no van muy bien, es muy habitual que la gente escape de la realidad para escapar de la incomodidad (no sólo física, también psicológica y espiritual). Tendemos a interrumpir nuestro pensamiento para no tener que comprometernos con nada, por eso huimos de los bienes grandes y magnánimos que requieren sacrificio y pretendemos conformarnos con bienes de menor escala. Que no queremos pensar, que no queremos acudir a la realidad de las cosas, que nos quedamos en las apariencias, ya lo señaló perfectamente Heiddegger: “Lo más grave de esta época grave es que aún ni pensamos”. La sociedad exige a la juventud honestidad intelectual y compromiso vital con los bienes más altos a los que puede aspirar el hombre. Basta ya de autoengañarse, basta ya de vivir en la mezquindad y la superficialidad ¡Volemos alto! ¡Pronto! ¡Ya!

enero 28, 2010

La redención del escritor desencantado

Se dice que los filósofos plantean problemas cuya solución es obvia (...lo real existe). También se dice que están alejados de la vida. Que constantemente acuden al campo a contemplar las estrellas. Que tienen mirada soñolienta y el peinado más extraño que se ha visto... Si se observa con detenimiento, lo descrito aquí no describe sólo a los filósofos. Dicha descripción podría englobar también a Einstein o a Miguel Ángel. Los hombres qué más han aportado a la cultura coinciden en ciertas actitudes.
Constantemente se les llama visionarios. Es como si vieran más que el resto, se fijan constantemente en cosas que nadie repara. Nadie duda, en que son gente extraordinaria, que han sido lo más humanos que pudieron ser. Que cierta energía los impulsaba con vehemencia a expresar lo que expresaron, a decir lo que dijeron. Hoy en día nos seguimos estremeciendo con su canto, que, de manera menos poética, puede entenderse como el legado cultural de occidente.

El filósofo y el genio comparten la misma actitud. La misma sed. De entrada ambos tienen los ojos muy abiertos (como una lechuza) y una sonrisa de paz en los labios. Sienten una luz que les ilumina la cara. El núcleo de la realidad se les presenta con suavidad, se les sugiere, y entonces salen en su búsqueda. No quieren conquistar el mundo, quieren encontrarlo. La vida del genio es una persecución de la belleza sugerida en instantes muy puntuales y concretos de su vida. La admiración les marca, de una vez por todas, el único camino que merece la pena ser vivido. Comparten los dos, pues, que no viven en las apariencias. Comparten la sed de realidad. La mirada certera que apunta a las claves de las cosas.
La expresión del genio se manifiesta de muchas maneras, he de reducir aquí la indagación, por razones obvias, a una de esas manifestaciones. El genio como escritor..

El escritor auténtico, se caracteriza por una sola cosa. El pensamiento dirige su pluma, y la belleza dirige su pensamiento. Le tienen sin cuidado los esquemas que inventan los críticos. Cervantes no se preocupó de que no existiera un género para la novela que quería escribir. A Shakespeare no le importó que aún no existiera el teatro isabelino. Estos hombres, que irrumpen de vez en cuando en la historia y la sacuden, no se guían por las apariencias sino que las destrozan, las desenmascaran.
El único sentido que tiene una obra de literatura es mostrar la realidad. Es admirar a los demás. Cuando desaparece la ficción, se tiende a olvidar la diferencia entre la realidad y los sueños. Por más evidente que suene es importante remarcar que la realidad es condición de posibilidad para la ficción. El verdadero escritor es consciente de que la ficción es precisamente eso, ficción, y por eso no pretende que su obra substituya a la realidad. Ahora bien, es también consciente de que, sea como sea, su ficción tiene que conseguir remitir a ese aspecto concreto de la realidad que contempla. Como es es su único fin, no le importa nada que no se adapte a a su meta. Si es necesario inventar un género literario lo inventa; si es preciso escribir siete libros, los escribe. Si sólo hacen falta dos líneas solo escribe dos. La técnica se subordina a su intención. Vender libros, o ser reconocido es una cosa completamente accidental a esta actividad vital.

El escritor es un hombre hambriento de realidad que, conforme se va haciendo a ella, tiene la irremediable responsabilidad de transmitirla a los demás. Contemplar exige comunicar. Se puede decir entonces que el escritor es un medio de conectar a la sociedad con la realidad. Así es como contribuye al bien común.
La sociedad debe a los escritores, a los auténticos, la distinción entre apariencia y realidad. Siempre que se pone al hombre frente a la realidad se le pone frente al problema de el ser y el pensar. Y justo cuando se pone al hombre frente a ese problema, es cuando el hombre se descubre a sí mismo como distinto al mundo. Es cuando ocurre la admiración.

Como se ve, la admiracón es lo que nutre y vivifica la auténtica labor intelectual. Sin embargo, para experimentarla hace falta cierta actitud vital a la que los hombres llamamos humildad. Evidentemente este tema merece un ensayo entero.

enero 25, 2010

La tragedia del escritor desencantdo

Claman los entendidos de nuestra época la poca atención que tiene la juventud por la lectura. No se dan cuenta, en medio de todos sus lamentos, que la culpa es sólo de ellos. El intelectualismo es un cáncer de la cultura. Aprisiona a la sabiduría cuando comienza a nacer y la convierte en un monstruo repugnante.

Cuando un adolescente se da cuenta del valor que tiene un buen libro ocurren dos cosas. En primer lugar se admira; siente algo gordo, presiente que lo substancial es mejor que la ligereza: quiere más. Precisamente por esa necesidad de substancialidad, de profundidad, aparece el segundo fenómeno: elevado ante esa necesidad de intríngulis, contempla a sus iguales y los ve sumergidos en las apariencias, y entonces se siente superior. Cuando ocurre eso, el adolescente está perdido.
Sin siquiera notarlo, esa auténtica necesidad de profundidad es substituida poco a poco por una complacencia de sí mismo. Conforme avanza la enfermedad, la auténtica necesidad se va convirtiendo cada vez más en una imaginación, se va vaciando de realidad hasta que queda sólo como un postulado: una postura. Mientras tanto, el enfermo se va formando en cosas inútiles pero insubstanciales (por ejemplo, la ortografía) y va aprendiendo la 'técnica' correcta para escribir. Se va olvidando del fin y se concentra en los medios. Ya no le importan las ideas si no la manera en que se presentan. Y alrededor de los 30 años, con un look formal-bohemio y unas gafas gruesas, de pastaflora, contempla por última vez su artificial necesidad de realidad y se ríe de las locuras de su adolescencia. Está casi muerto. Lo importante ya no es ser como Dostoievski, ¿porque quién compra a Dostoievski hoy en día?, sólo un montón de adolescentes ilusos. Lo importante para nuestro desgraciado es ser como Dan Brown o como Rowling. Lo importante es que el libro que va a escribir aparezca en el VIPS y en el Corte Inglés. Lo importante es que las gafas sean de buena marca. Lo importante no es escribir, es comer. Por eso se pondrá a escribir sobre los templarios o sobre lo que haga falta. Para que cuando vendan unos cuantos ejemplares pueda decirlo en su círculo social mientras se toma un mate (porque Cortázar lo hacía). Llegados a este punto, nuestro futuro escritor esta perdido. Lo atrapó el intelectualismo desde su nacimiento. Es trágico cuando los hombres pierden su vocación sin enterarse siquiera. Es trágico cuando un hombre se engaña pensando que sigue una estrella cuando en realidad lo mueven como marioneta.

La solución a esta tragedia es tan sutil como la realidad misma. Es imposible imponerla, se ve o no se ve. Se quiere ver, o no se quiere ver. Sin embargo, cómo la gente suele huir de los ensayos largos, la publicaré en una segunda parte.