mayo 11, 2009

Práctica VII: La mejor historia de otro

El general Villa no mata niños

La multitud se aglutinaba a lo largo de una estrechísima calle de tierra. Todos los ciudadanos de Gómez Palacio, una ciudad al norte de México, se habían reunido en la calle central para ver pasar al hombre que la revolución había convertido en leyenda. El sol brillaba con intensidad y la temperatura oscilaba alrededor de los cuarenta grados. Una brisa de aire caliente levantaba el polvo de la calle. Las paredes de los edificios, los sombreros de los hombres, los vestidos de algodón de las mujeres, las sandalias de los campesinos, los caballos: todo Gómez Palacio estaba recubierto de una capa de polvo fino, que ,junto con el calor, creaba un ambiente de película de vaqueros.
El polvo se pegaba en la frente y las mejillas sudorosas de los ciudadanos y creaba una especie de lodo muy molesto. Sin embargo, la curiosidad siempre vence a la comodidad. Ni la tierra ni el calor eran capaces de provocar que la multitud se refugiara en sus casas. Aquel día, iba a desfilar por la ciudad el ejército revolucionario más importante del norte de México: La División del Norte.

Se escuchó, cada vez más cercano, el galopar de los caballos. Hubo murmullos entre la multitud. Por el extremo sur de la calle entraba el contingente revolucionario encabezado por el general Pancho Villa. Algunos de los presentes, los mejor vestidos, se inquietaron un poco. Sonreían nerviosamente a sus mujeres garantizándoles que no correrían ningún peligro. Otros cuantos se pararon de puntillas para ver con más claridad.
Guillermo Covarrubias, un niño de siete años, tiraba del pantalón de Don Manuel, su padre. Le insistía con su voz aguda en que lo sentara sobre sus hombros. Se advertía con claridad en sus ojos grandes y negros, la ilusión y la curiosidad propias de los niños. Brillaban.
–Ándale, papá, ¡cárgame! Quiero verlo de cerquita.
–Que no, Memo, ya te dije que puede ser peligroso. Ya hice bastante con sacarte a la calle.
Guillermo retorcía sus manos, y las apretaba con fuerza, estaba ansioso. Intentó pararse de puntillas para ver como su padre, pero resultó inútil. Se tiró al piso, e intentó mirar por debajo de las piernas de los aglutinados. Se arrastró hacia la fila del frente y se perdió de la vista de su padre. Cuando don Manuel se dio cuenta de que había perdido al niño procuró mantener la calma. Comenzó a gritar su nombre y a preguntar a los que estaban a su lado si lo habían visto. De pronto, se hizo un silencio repentino. En esos momentos Pancho Villa pasaba justo por delante de don Manuel.

La apariencia física de Villa y los rumores sobre sus acciones ofrecían datos muy contradictorios. Regordete, bajito, y moreno, Pancho Villa no era precisamente la encarnación de un héroe legendario. Tenía las cejas delineadas de manera natural, y debajo de ellas se encontraban dos ojos minúsculos y negros que se entrecerraban cuando miraban con severidad. Intimidaban. Usaba sombrero habitualmente y llevaba el bigote muy poblado. Le colgaban de los hombros dos bandas de municiones que se cruzaban en forma de x en el centro del pecho, por encima de la barriga. Pero a pesar de su físco, aquel bodoque tenía un genio militar incomparable, había sorprendido con acciones muy novedosas al ejército contrincante y se había convertido en el dueño del norte de México en muy poco tiempo.

Don Manuel vio que Memo saludaba desde arriba de una estatua al general y se quedó tieso, no le salía la voz. Villa miraba a su hijo con los ojos entrecerrados. Desmontó con agilidad de su caballo y se aproximó al niño. Avanzó con velocidad entre la multitud que le abría el paso asustada y se detuvó al pie de la estatua.
Los presentes esperaban lo peor. Algunas mujeres musitaban oraciones, y los hombres se secaban el sudor con sus pañuelos. En la ciudad se habían escuchado muchos rumores negativos sobre Villa. Decían que tenía un humor muy de cantina, que presumía de su hombría y que llamaba maricones a los militares del Ejército Federal. Que abusaba de las mujeres que no conseguía seducir, y que tomaba prestados los mejores caballos de cada ciudad. Que había sido un bandido antes de unirse a la revolución. Que le gustaba apostar en las pelas de gallos, y que mataba a la gente como si destapara una cerveza. Parecía ser el tipo de hombre que dispararía a cualquiera por haberle ganado en las cartas; como uno de esos bandidos que siempre atrapa el sheriff en las películas estadounidenses. Solo que en aquellos instantes no había ningún sheriff a la mano.

Villa se acercó al niño, y su mirada cambió. La mirada y la voz se le suavizaron. Se dirigió a Guillermo con una sonrisa de media boca.
–¡Bájate de allí, chamaco cabrón!, ¡que te vas a pegar! ¿Dónde están tus papás?

Villa ayudó a bajar a Guillermo con suavidad. Después de dejarlo a salvo. Levantó la vista y se dio cuenta de que a la multitud que lo observaba atónita.
–¿Qué me ven, cabrones?–preguntó Villa. El general subió a su caballo y prosiguió su camino. Memo regresó con una sonrisa gigante a donde estaba su padre. Sería un héroe en la escuela. Villa le había llamado muchacho cabrón.
Don Manuel estaba paralizado. Abrazó a Guillermo que venía a su encuentro sin quitar la mirada de Pancho Villa. Lo miraba atónito, con la boca y los ojos muy abiertos.

La percepción de don Manuel respecto a Villa no fue la misma a partir de aquel suceso. Después de todo, los rumores también decían que respetaba a los sacerdotes y repartía grandes cantidades de dinero entre los desamparados. Como un Robin Hood mexicano. No se podía dudar de sus convicciones sociales, ni de su afán de justicia. Decían que era fiel con los que consideraba que merecían su confianza. Y que alguna vez estuvo profundamente enamorado de una mujer adinerada. No, Pancho Villa no era un forajido ni un héroe. Era un hombre normal, quizá un poco vicioso; pero sin lugar a dudas, los rumores caricaturizaban su personalidad.

mayo 06, 2009

El eterno retorno

El cuello de la pistola se sentía frío al contacto con su sien derecha.
Disparó porque odiaba todo. A él mismo y a los demás. 

Cuándo despertó veía desde muchas perspectivas un trozo de excremento que se le antojaba suculento. El corazón le latía con una violencia exagerada. Intentó avanzar y tropezó pues tenía más de dos piernas; aunque no podía verlas. Se arrastró como pudo por el suelo y sació sus ansias en aquellas heces de perro.

Sintió sed. Intentó alcanzar el charco que estaba a unos metros de distancia. Solo hasta verse reflejado en el agua se dió cuenta de su situación miserable. Se odio aún más pero ya no podía matarse. Entonces descargó su ira contra los hombres. Voló de vuelta hacia el excremento y cogió lo más que pudo. Depositó unos trocitos diminutos de mierda  en el huevo frito que acababan de dejar en la mesa y se fue a importnuar otros desayunos.


mayo 02, 2009

Un problema de miradas



El problema que nos aqueja como sociedad, hoy en día, es un problema de miradas. No nos gusta que nos miren, pero no me refiero a mirada físicas, materiales. El problema no reside allí. Me refiero a un tipo de mirada más profunda, a una mirada espiritual. No nos gusta que miren nuestra intimidad. Por eso sólo hablamos de lo superficial, del clima, del futbol, o de las novelas. Pasamos tiempo con las demás personas, pero no las conocemos. Dividimos nuestra vida en diferentes ámbitos: el profesional, el familiar, el afectivo... y muchas veces estas esferas no se tocan entre si. Nos gusta ser alguién diferente en cada ambiente. Nos dividimos para ser invisibles.

Hemos confundido a la sociedad con una maquinaria. Ya no somos nosotros quienes creamos a la cultura sino la cultura es la que nos utiliza como partes para producir. Por alguna extraña razón, se ha arraigado en el corazón de los hombres cierta ansia de producir. La vida se entiende hoy como aceleración, movimiento. Pistones que suben y bajan por la explosión de la cultura. Pero cuando se apaga el motor, y toca descansar, cuando llega el momento de los paraqués. La gente se evade. Se intoxica con químicos y se mete en cuevas llenas de sonidos. Llenas de oscuridad, porque cuando hay luz, la gente se puede ver. La gente se encierra en antros durante toda la noche, para estar lo suficientemente cansada como para evitar las reflexiones previas al sueño; y para estar lo suficientemente intoxicada como para que su verdadera mirada sea visible detrás de tantas reacciones orgánicas.

Nos movemos como máquinas. Buscamos incansablemente, insaciablemente. Queremos producir algo ¿Qué?

Pero el problema no es principalmente que a la gente no le gusta que la miren. El problema es que la gente se ha olvidado de mirar. Vemos pero solo con los ojos, como maquinas. Vemos parcialmente las cosas, sin que nos mojen. Un sintóma muy claro es que hemos dejado de mirar a los ojos; y así, es muy fácil faltarle al respeto a una mujer, creerse superior que los demás, o dispararle a alguién. Las personas dejan de ser personas para convertirse en medios de la producción absurda de sus vidas.
De esta manera, ese misterio que se esconde detrás de la mirada de los niños se nos escapa. Los niños ya no nos redimen porque no los vemos a los ojos. Hemos olvidado que los verdaderos adultos son los que son como niños; y que la inocencia y la humildad no son virtudes políticamente incorrectas. Vivimos en una moral de apariencias. Una moral de esclavos.
No nos gusta que nos miren porque no queremos que vean lo que somos. No nos gusta mirar, no sabemos mirar, porque no tenemos eso que sólo tienen los niños. Una franca, y sincera aceptación de la incapacidad propia: Humildad.